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 Is there anybody in there?: febrero 2010

jueves, 18 de febrero de 2010

La ilustración según Kant

Notable excepción la que vais a ver ahora en el oscuro rincón internético que es este blog: En lugar de escribir algo, voy a poner un texto de un señor que vivió hace mucho pero que molaba. Molaba porque no sólo pensaba, cosa a elogiar en este planeta, sino que además pensaba mucho y bien. Habla de un movimiento cultural del siglo XVIII, la ilustración, y como tal algunas de las cosas del texto hay que entenderlas en su contexto, pero aún se les puede dar mucha más vigencia de la que pueda parecer... Leed esto con atención. Es largo y además en esa época se hablaba con frases muy complejas y largas, con todo subordinadas, y se hace más pesado de leer, pero intentad pasar de eso, me parece un texto genial y no podría estar más de acuerdo. Que tío.


Por Immanuel Kant: 


Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. Minoría de edad es la imposibilidad de servirse de su entendimiento sin la guía de otro. Esta imposibilidad es culpable cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino de decisión y valor para servirse del suyo sin la guía de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.


Pereza y cobardía son las causas por las que tan gran parte de los hombres permanece con agrado en minoría de edad a lo largo de la ida, pese a que la naturaleza los ha librado hace tiempo de guía ajena, y por las que ha sido tan sencillo que otros se erijan en tutores. Es muy cómodo ser menor de edad. Tengo un libro, que suple mi entendimiento; a quien cuida del alma, que suple mi conciencia; a un médico, que me prescribe la dieta, etc., de modo que no tengo que esforzarme. No tengo necesidad de pensar, si puedo pagar; otros se encargarán por mí de la enojosa tarea. Aquellos tutores, que se han hecho cargo tan bondadosamente de la supervisión, se cuidan muy bien de que el paso hacia la mayoría de edad sea tenido, además de por molesto, también por muy peligroso por las gran mayoría de la gente. Después de entorpecer a su manso y prevenir con cuidado que estas pacíficas criaturas se atrevan a dar un paso fuera del camino rodado en que se las ha encerrado, les muestran el peligro que les amenazaría si trataran de ir solas. Sin embargo este peligro no es tan grande, pues al final aprenderían a caminar después de algunas caídas; pero un ejemplo de esta índole intimida y, por lo común, escarmienta para futuros intentos.


Es difícil, por tanto, que cualquier individuo logre salir de esa minoría de edad, que casi se ha convertido en él en naturaleza. Incluso le ha cobrado afecto y se siente realmente incapaz de servirse de su propio entendimiento, pues nunca se le ha dejado intentarlo. Estatutos y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso, o mejor abuso racional de sus dotes naturales, son los grilletes de una perdurable minoría de edad. Quien los arrojara, apenas sí daría un inseguro salto sobre la más breve zanja, pues no estaría acostumbrado a un movimiento tan libre. Por eso son pocos los que, con propio trabajo de su espíritu, han logrado superar la minoría de edad y, sin embargo, proseguir con un paso seguro.



Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, algo que es casi inevitable si se le deja en libertad. Ciertamente, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, incluso entre los establecidos tutores de la gran masa, los cuales, después de haberse autoliberado del yugo de la minoría de edad, difundirán a su alrededor el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí se ha de señalar algo especial: aquel público que anteriormente había sido sometido a este yugo por ellos obliga más tarde, a los propios tutores a someterse al mismo yugo; y esto es algo que sucede cuando el público es incitado a ello por algunos de sus tutores incapaces de cualquier Ilustración. Por eso es tan perjudicial inculcar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus mismos predecesores y autores. De ahí que el público pueda alcanzar sólo lentamente la Ilustración. Quizá mediante una revolución sea posible derrocar el despotismo, pero nunca se consigue la verdadera reforma del modo de pensar, sino que tanto los nuevos como los viejos prejuicios servirán de riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento.

Pero para esta Ilustración únicamente se requiere libertad, y, por cierto, la menos perjudicial entre todas las que llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón. Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El sacerdote: ¡No razones, ten fe! Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿qué limitación impide la Ilustración? Y, por el contrario, ¿cuál la fomenta?. Mi respuesta es la siguiente: el uso público de la razón debe ser siempre libre; sólo este uso pueda traer Ilustración entre los hombres. En cambio, el uso privado de la misma debe ser a menudo estrechamente limitado, sin que ello obstaculice, especialmente, el progreso de la Ilustración.

Entiendo por uso público de la propia razón aquél que a alguien hace de ella ante el gran público. Llamo uso privado de la misma a la utilización que le es permitido hacer de un determinado puesto civil o función pública. Ahora bien, en algunos asuntos que transcurren en favor del interés público se necesita cierto mecanismo, léase unanimidad artificial en virtud del cual algunos miembros del estado tiene que comportarse pasivamente, para que el gobierno los guíe hacia fines públicos o, al menos, que impida la destrucción de estos fines. En tal caso, no está permitido razonar, sino que se tienen que obedecer, en tanto que esta parte de la máquina es considerada como miembro de la totalidad de un Estado o, incluso, de la sociedad cosmopolita. Así, por ejemplo, sería muy perturbador si un oficial que recibe una orden de sus superiores quisiere argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o utilidad de tal orden; él tiene que obedecer. Sin embargo, no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones acerca de los defectos del servicio militar y exponerlos ante el juicio de su público.
El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados; incluso una mínima crítica a tal carga, en el momento en que debe pagarla, puede ser castigada como escándalo (pues podría dar ocasión de desacatos generalizados). Por el contrario, él mismo no actuará en contra del deber de un ciudadano si manifiesta públicamente su pensamiento contra la inconveniencia o injusticia de tales impuestos.
Del mismo modo, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en ella bajo esa condición. Pero tiene plena libertad e, incluso, el deber de comunicar al público sus bienintencionados pensamientos, cuidadosamente examinados, acerca de los defectos de ese símbolo, así como hacer propuestas para la mejora de las instituciones de la religión y de la iglesia. Tampoco aquí hay nada que pudiera ser un cargo de conciencia, pues lo que enseña la virtud de su puesto como encargado de los asuntos de la iglesia lo presenta como algo que no puede enseñar según prescripciones y en nombre de otro. Dirá: nuestra iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales de las que se vale. En tal caso, extraerá toda la utilidad práctica para su comunidad de principios que él mismo no aceptará con plena convicción; a cuya exposición, del mismo modo, puede comprometerse, pues no es imposible que en ellos se encuentre escondida alguna verdad que, al menos, en todos los casos no se halle nada contradictorio con la religión íntima.
Si él creyera encontrar esto último en la verdad, no podría en conciencia ejercer su cargo; tendría que renunciar. Así pues, el uso que un predicador hace de su razón ante su comunidad es meramente privado, puesto que esta comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión familiar. Y con respecto a la misma él, como sacerdote, no es libre, ni tampoco le está permitido serlo, puesto que ejecuta un encargo ajeno. En cambio, como docto que habla mediante escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo; el sacerdote, en el uso público de su razón, gozaría de una libertad ilimitada para servirse de ella y para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos espirituales) sean otra vez mentores de edad constituye un despropósito que desemboca en la eternización de insensateces.

Si nos preguntamos si vivimos ahora en una época ilustrada, la respuesta es no, pero sí en una época de Ilustración. Todavía falta mucho para que los hombres, tal como están las cosas, considerados en su conjunto, puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Sin embargo, es ahora cuando se les ha abierto el espacio para trabajar libremente en este empeño, y percibimos inequívocas señales de que disminuyen continuamente los obstáculos para una Ilustración general, o para la salida de la autoculpable minoría de edad. Desde este punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico.

(Este párrafo de encima, referido al siglo XVIII, se muestra optimista con el nivel de ilustración que debería haber alcanzado el mundo en la época actual, por ejemplo, y aunque han cambiado muchas cosas aún queda MUCHO que hacer en este ámbito, mucho más que en el ámbito tecnológico)

Un príncipe que no encuentra indigno de sí mismo declarar que considera como un deber no prescribir nada a los hombres en materia de religión, sino que les deja en ello plena libertad y que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad lo ensalcen con agradecimientos. Por lo menos, fue el primero que desde el gobierno sacó al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno la libertad de servirse de su propia razón en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo el gobierno del príncipe, dignísimos clérigos -sin perjuicios de sus deberes ministeriales- pueden someter al examen del mundo, libre y públicamente, aquellos juicios y opiniones que en ciertos puntos se desvían del símbolo aceptado; con mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se expande también exteriormente, incluso allí donde debe luchar contra obstáculos externos de un gobierno que equivoca su misión. Este ejemplo nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más mínimo por la tranquilidad pública y la unidad del Estado. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por su propio trabajo, siempre que no se intente mantenerlos, adrede y de modo artificial, en esa condición.

Pero sólo quien por ilustrado no teme a las sombras y, al mismo tiempo, dispone de numeroso y disciplinado ejército, que garantiza a los ciudadanos una tranquilidad pública, puede decir lo que ningún Estado libre se atreve a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí un extraño e inesperado curso de las cosas humanas, pues sucede que, si lo consideramos con detenimiento y en general, entonces caso todo en él es paradójico. Un mayor grado de libertad ciudadana parece ser ventajosa para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija barreras infranqueables. En cambio, un grado menos de libertad le procura el ámbito necesario para desarrollarse con arreglo a todas sus facultades. Una vez que la naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y vocación al libre pensar; este hecho repercute gradualmente sobre el sentir del pueblo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta llegar a invadir a los principios del gobierno, que se encuentra ya posible tratar al hombre, que es algo más que una máquina, conforme a su dignidad.


Fantabuloso, ¿verdad?
Y ni siquiera Kant os libra de orgasmos musicales. A ver que encuentro por aquí...
Ah, sí. Art of Life de X Japan. A ver, este es un tema un tanto especial. Para empezar, dura 29 minutos, y posee diferentes partes bien diferenciadas, algunas más metalochenteras y otras más baladas voz-piano, y otras más de sobrada mental paranoica, pero toda la canción está exquisitamente compuesta y es una delicia. Me encanta.





Por otro lado, otro grupo cojonudo, Symphony X, perfecta mezcla de neoclassical y progressive metal, tal y como yo considero que una mezcla así debe sonar, con elementos de Power e inmensa calidad técnica y compositiva. Este tema, Seven, es del último álbum Paradise Lost, que es mi preferido de ellos. Me parece impresionante. Y esta canción es lo más.